Una mirada al cielo
Parte uno.
Si miras con detenimiento el cielo nocturno pronto
notas como las estrellas se mueven juntas. Ellas giran en apariencia desde
levante* al poniente. Fijas a las
figuras que las agrupan si miras al norte desde nuestra latitud, ellas surgen, se alzan y se acuestan cada velada. Notarás que
lo hacen de modo orgánico, articulado, simulan una estructura. En tanto, su
apariencia luminosa nos dice que unas están próximas (las que se hallen sobre
nuestras cabezas) y, otras (las situadas sobre los horizontes), serán las que más
titilen, simulando lejanía. Esta nueva impresión genera la idea acabada de que
el cielo es algo sobre lo que se incrustan las estrellas, y que está
curvado sobre nosotros.
El cielo nocturno, entonces, parece una semiesfera que
gira sobre nosotros y -mal que nos pese- fue la interpretación lógica que se
impuso durante más de un milenio en las culturas que heredamos: la griega, la
romana, la árabe y la hispana.
Es cierto que este saber o argumento no fue homogéneo (todo
saber
no es sino buen argumento, siendo bueno lo legitimado por el poder). Los
díscolos, hombres y mujeres que sugerían, por el contrario, que las estrellas
eran soles independientes, lejanos, sitos sobre un universo infinito; los que midieron
una Tierra esférica que giraba en el espacio y que por ello daba lugar al equívoco;
estos, digo, fueron censurados de la peor manera.
Así, desde el siglo III a.C. hasta el XVII d.C. inclusive,
los libros de filosofía natural nos hablan de la esfera de las estrellas fijas,
detrás de la cual yace el empíreo -primero- y el creador -después. Debajo de
dicha esfera, invisible e incorruptible**, giran otras, tantas como astros
errantes hubo: Saturno, Júpiter, Marte, Sol, Venus, Mercurio y Luna ***.
La esfera que portaba a la Luna dividía aguas
conceptuales. En la región sublunar estaba la Tierra y la naturaleza de lo corruptible, el
nacimiento y la muerte, la degeneración propia de los seres, ajena al cielo y al
empíreo. La región supralunar era afín a los dioses paganos: incorpórea,
incorruptible, ubicua, todos atributos que con posterioridad al s. III d.C. tomó para sí
la mitología cristiana.
Con todo, suponer a los astros fijos sobre bóvedas o
esferas transparentes, cristalinas, que efectuaban una revolución cada 24 horas,
es una explicación casi científica que ralea los animismos anteriores a un espacio ajeno, inexplicado
e inabordable. Es, en suma, una mejora substancial con respecto al saber
arcaico en el que todo evento celeste era manifestación de múltiples voluntades divinas.
Continuará.
*El levante es el este, el poniente su opuesto. En la
actualidad no se usan estas palabras. Antaño todos sabían con certeza
los cardinales, en una ciudad moderna recién vemos el sol cerca del mediodía.
**El cielo aristotélico era concebido incorruptible aunque
a menudo aparecieran estrellas nuevas, cometas y meteoros, amén de las
imperfecciones lunares y las manchas solares registradas.
*** Siete esferas y en orden decreciente, basado en los
periodos de revolución de tales astros. Tal orden dio a los días
de la semana sus nombres en base a un rito Babilónico, el cual veneraba un dios por cada
hora del día. En la tabla que sigue puedes ver cómo se ordenan los nombres de
cada día en función del dios venerado en su primera hora:
Sábado
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1
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2
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3
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4
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5
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6
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7
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8
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9
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10
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11
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12
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13
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14
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15
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16
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17
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18
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19
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20
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21
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22
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23
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24
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Domingo
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1
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2
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3
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4
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5
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6
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7
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8
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9
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10
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11
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12
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13
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14
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15
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16
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17
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18
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19
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20
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21
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22
|
23
|
24
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Lunes
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1
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Saturno
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Júpiter
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Marte
|
Sol
|
Venus
|
Mercurio
|
Luna
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