Los fuegos de la noche:
Capítulo 1.
Imágenes de Sergio Eguivar,
Sergio me ha prestado su talento en imágenes, el texto es propio, no le culpen por mis errores.
Cuando uno se tiende en la noche
bajo las estrellas el débil parpadeo de los astros inflama el alma de pasión
por el misterio que trasuntan. Saber qué es eso que allá brilla; qué eso que,
intimo, profundo -en el más antiguo de los sentidos, es decir, lejano-, nos dio
vida. En esos momentos las miserias del mundo quedan atrás y la mente se deja
llevar, se alza en pos de una belleza que las palabras no pueden ni deben asir,
porque la limitarían. Asimismo, cuando uno se sienta en la noche frente a un
fuego, el crepitar de las llamas, el denso chisporroteo que se desprende de una
braza al caer nos sume en una introspección similar a la anterior. Sólo que
ahora parece que nos miráramos ante un espejo curioso, hecho de formas cambiantes,
sinuosidad de lenguas rojas, naranjas y blancas que nos dice: Nada es para
siempre, solo el cambio, el baile de las apariencias, la trasmutación de eso
que llamamos materia en energía y viceversa es lo que subyace, y eso es todo,
amigo, amiga. Por eso: mira las estrellas, mira las fogatas, mira los fuegos de
la noche, nada hay más allá.
Hace años leí sobre una
cosmogonía para la cual las estrellas son orificios en una piel que cada noche
cubre el fulgor del día. La idea es sugerente y, en parte, cierta: El brillo puntual de cada estrella, común a
todas. Veremos más adelante pruebas acerca de que existen estrellas de diversa
naturaleza, y esto solo da por tierra con el anterior planteo, por supuesto, por
obviar las muchas objeciones posibles. Sin embargo, lo que es común a todas es
el motivo por el cual brillan. De modo qué, si bien hoy no creemos en una piel
que cubra el día, a través de la cual se vea el fulgor ubicuo del sol, sí
aceptamos que cada estrella brilla por un mismo motivo: una misma razón física
las enciende y las mantiene activas. Esta es la similitud que veo entre nuestro
saber y el de aquellos lejanos hombres que explicaron sus inmensas noches sin
auxilio de la ciencia.
Por otra parte, ¿Durante cuántos
años los seres humanos creímos en que las estrellas fueran un fuego nocturno y
lejano? Si lleváramos la historia de la especie a una escala de tiempos que,
desde las sabanas del África -nacidas por la fractura del Valle del Rift- hasta
el colisionador de hadrones de Ginebra, bien podría responder: Siempre. Hace
muy poco tiempo que hombres y mujeres intentan explicar el mundo por medio del
actual pensamiento científico. Es
más, muchos de nosotros aceptamos esas respuestas basadas en números,
repeticiones, estadísticas, aunque en realidad no poseemos los rudimentos de
tal pensamiento científico. En las escuelas, incluso, podría decir que apenas
existe el método y por ello más de un
intelectual ha advertido sobre el peligro que acecha a la sociedad global: Un mundo dominado por la ciencia, formado por ciudadanos que desconocen la ciencia.
Cuando muestro el Sol a las
gentes por medio del telescopio, me dicen: El sol es de fuego.
El fuego está formado por partículas
incandescentes que emiten luz y calor.
El humo está constituido por esas
mismas partículas solo que estas han perdido temperatura y ya no radian.
Las llamas ascienden porque las
partículas incandescentes son alzadas por moléculas de aire caliente en
convección.
Convección es uno de los
fenómenos físicos por medio del cual la energía térmica puede ser transmitida.
Cuando hierve agua dentro de una olla vemos burbujas de agua formarse en la
base y alzar a la superficie. Estas burbujas, formadas por agua a mayor temperatura
que el resto, ascienden hasta que en contacto con el aire entregan su calor y
se enfrían. Al enfriarse descienden y el fenómeno recomienza. El material que
se calienta pierde densidad y asciende empujado por el más denso (frío) que
tiende a descender por gravedad. Estos gases, líquidos o magmas, capaces de producir
convección, forman columnas independientes de ascenso y descenso. Por
convección se calienta el agua dentro de una pava para el mate; se templa el
ambiente de una habitación; se quiebran las placas tectónicas y, por
convección, una estrella como el Sol trasmite temperatura (energía) desde su
región central hasta la región desde la cual el astro emite luz, esta es: la
fotosfera.
Pero el sol, lamento siempre
decir, no es de fuego.
El sol está formado por hidrogeno
(H) y helio (He) en estado de plasma.
El hidrógeno y el helio son los
dos elementos más livianos de la tabla periódica. Los elementos son los ladrillos
que forman la materia. Tales son: el oxígeno que respiramos, el hidrógeno del
agua, el hierro en la sangre, el carbono que asa nuestros asados. Los que
hicimos la secundaria sufrimos la tabla periódica de Mendeléiev. Dicha tabla
-en realidad apasionante cuando la abordamos motivados por la astronomía, entre
otras ciencias- comienza con una H que simboliza el hidrógeno, el primer
elemento, el más liviano, el menos masivo, el más abundante en el Cosmos
conocido. Las estrellas están formadas por hidrógeno. Las nubes de gas que ornamentan
los brazos de las galaxias están formadas por moléculas de hidrógeno (H2).
Los modelos físicos actuales proponen que dicho H fue creado poco después del
Big Bang, cuando el Universo se enfrió lo suficiente como para permitir
ligazones sub atómicas (tal inicio, si existió, fue un fenómeno en absoluto
energético, sin condición suficiente para estructuras atómicas estables). Quince
mil millones de años después, ese hidrógeno primigenio, condensado en esferas
incandescentes, es el que sigue iluminando nuestras noches.
Estado
de plasma es un nivel
energético de la materia. Los estados definen la cantidad de energía que poseen
las moléculas y átomos que constituyen substancias y o elementos. Los estados
sólido, líquido y gaseoso tradicionales, son estados sucesivos de creciente
energía. El plasma es el cuarto estado de la materia. Por supuesto, hay otros
estados, de menor energía que el sólido y de mayor energía que el plasma. Sin embargo
para describir lo que vemos a simple vista o con telescopio nos alcanza con
estos cuatro: sólido, líquido, gaseoso y plasma. En el estado sólido las
moléculas forman estructuras estables y los cuerpos adoptan formas propias; en
el estado líquido los fluidos adoptan la forma del recipiente que los contiene
y su superficie tiende hacia el centro gravitatorio del astro que los sustenta,
por ello decimos que dichas superficies se mantienen horizontales; en el estado
gaseoso los elementos tienden a ocupar todo el espacio posible; en el estado
plasmático, la energía aportada al elemento logra disociar los constituyentes
atómicos.
La materia está formada por
moléculas. Una molécula es una estructura formada por átomos. Los átomos son la
base del mundo físico -para nuestro nivel de entendimiento. El H es un átomo si
lo analizamos en particular, pero puede formar moléculas si puede unirse a otros
átomos. Dadas las condiciones de temperatura o presión necesarias, dos átomos H
se unen entre sí; es entonces cuando a esta nueva disposición le llamamos
hidrógeno molecular o H2. Las nubes de las que hablé antes, sembradas
en los brazos galácticos, que pronto aprenderemos a observar, están formadas en
su mayoría por hidrógeno molecular.
La forma espacial o física del
hidrógeno suele ser representada por una piedrita central, orbitada por otra
piedrita miles de veces más liviana. Sobre las cuitas existenciales de estos
guijarros es que descansa el mundo. Aunque resulte increíble, esto fue
propuesto por pensadores griegos hace 2500 años. Cuando digo piedras, hablo de
las partículas protón y electrón (y otra llamada neutrón, que ya hará su
entrada).
Un átomo de H es una estructura
signada por campos de fuerzas que ligan a un protón con un electrón. Debido a
ciertas pistas observables (las pistas
son observables a simple vista; los átomos, no), los protones son imaginados
como portadores u orígenes de carga positiva (+) y los electrones como portadores
de una carga similar pero opuesta, es decir, negativa (-). Un átomo formado por
un protón + y un electrón – (llamado H o protio) es un átomo en equilibrio de
cargas (=).
Un átomo en equilibrio de carga
es un átomo estable para lo que nosotros, ínfimos seres vivos, consideramos
útil. Sin átomos estables, la vida que conocemos es imposible… porque nuestras
células están formadas por átomos estables. Por supuesto, para las estrellas es
justo al revés, ellas no existirían sin átomos inestables, sin átomos
desequilibrados, sin plasma.
El Universo, por parafrasear a un
genio, odia los desequilibrios. De modo que, cuando un átomo pierde su
equilibrio de cargas tiende de inmediato a restituirlo. Esta obsesión de la
naturaleza por no perder su equilibrio fundamental rige el funcionamiento de las
estrellas, y acaso del Cosmos.
Para que un electrón escape de su lazo con el protón, el
elemento debe absorber energía; como
complemento, cuando el electrón regresa
a casa, como sucede en la fábula del hijo pródigo, papá Adán inmolará unos
cuántos carneros y tal holocausto será percibido por los observadores por la
radiación emitida (es decir: debe perder
energía).
Las energías necesarias para
arrancar electrones a un determinado átomo (absorbidas) siempre serán equivalentes
a las energías radiadas (emitidas) por esos mismos átomos en el momento en que recombinen
nuevos electrones. Podemos verificar que esta paridad energética en procesos
inversos es una constante para cada átomo y por cada impulso que afecte a los
electrones.
Mirar plasmas.
Cuando miramos a nuestro
alrededor, vemos la luz dispersada del sol. Esa luz ha sido emitida por plasmas
solares unos ocho minutos atrás.
Cuando miramos la noche
estrellada vemos la luz emitida por plasmas que forman las estrellas. Esa luz
ha sido emitida años atrás. En algunos casos, centenares de años atrás; en
otros, miles de años antes de que pisáramos la tierra. Si miramos una cierta y
débil manchita llamada Andrómeda, estaremos viendo una luz generada por plasmas
que brillaron dos millones de años atrás.
Qué maravilla. Mirar, es viajar
en el tiempo.
Continua.
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