“Grandes son las cosas que en
este breve tratado propongo a la contemplación de los estudiosos de la
naturaleza. Grandes, digo, sea por la excelencia de la materia misma, sea por
su inaudita novedad, sea, en fin, por el instrumento en virtud del cual esas
cosas se han desvelado a nuestros sentidos.” ¹
Antes de la
difusión de Astronomicus nuncios, el escrito de Galilei, luego publicado como
Sidereus nuncius, la naturaleza lunar se enseñaba como perfecta, libre de
arbitrios, sustancia incorruptible afín a tan altas entidades que participaban
de dios y su potestades. Es curioso comprender cómo, qué intrincadas razones, argüía
el docto para justificar colores y brillos tan diversos y notables -un niño los
podía y puede constatar a simple vista- y enseñar sin embargo que su naturaleza
-la de la Luna-
era incorruptible.
Ay, cuántas
veces lo observado no concuerda con lo previsto por nuestra voluntad, guiada
por la ciencia o la fe, y, sin embargo, cómo confiamos en estas y no en
aquellas vistas díscolas. Galileo, en el año 1609, confió en sus ojos y negó
los libros, el viejo Aristóteles. Aris Tottle², como le dijera Poe, uno de los
mayores pensadores del cielo, mofándose.
En nuestro
marco de dependencias, Luna garantiza estabilidad al eje terrestre con la
consecuente meseta en climas; su existencia -Luna condensa a partir de polvo y
escombros, residuos de un impacto colosal que refundió un planeta de las
dimensiones de Marte con la masa que formaba la pretérita casa-, sorpresivo
regalo del cielo que incrementó nuestro núcleo, le dio mayor densidad al
sumarle metales a los ya existentes, hecho que, y derivado de su dinámica, permite
el activo campo magnético terrestre; campo que, como sabemos, protege la atmósfera,
nuestro hábitat, de las periódicas rabietas solares.
Debemos a este
affaire cataclísmico tantos tópicos planetarios que imagino tarea de dioses el prever
dónde una civilización tecnológica podría aturdirse allí afuera, cada una de
ellas, fruto de causalidades como las que nos mantienen aquí.
Tantas variables,
una miríada dominó, fichas enfiladas, encadenadas en su caída, nos trajeron aquí.
Aún no determinadas todas, incógnitas muchas, salvo la brillante o esquiva,
siempre hermosa, compañera Luna.
“Bellísima
cosa es, y sobremanera agradable a la vista, poder contemplar el cuerpo lunar…”¹
A simple vista
el satélite muestra contrastes, zonas oscuras y luminosas (anfractuosidades). Estos contrastes
varían conforme avanza o decrece el área iluminada. Hemos dado en llamar fases
a esta variedad. Galileo sabía que las fases eran un juego de perspectivas,
dependen del ángulo en que vemos el astro desde Tierra. Luna –como todos los
cuerpos opacos del sistema solar- recibe luz en el semi volumen que mira al Sol.
La fase surge entonces como el gajo o trazo de suelo que refleja luz hacia mis
ojos (la capacidad de reflejar luz de las superficies celestes es el albedo; el albedo mide lo reflexivo de
una superficie. El albedo lunar equivale al del carbón. Imagine usted la
cantidad de luz que ha de recibir la
Luna como para aparecer tan brillante, sin embargo).
Si Luna se
encuentra detrás de la Tierra ,
opuesta al sol, veré su fase llena.
Si Luna está
parada en ángulo recto a la recta imaginaria Tierra-Sol, veré un cuarto (ora creciente,
ora menguante).
Si Luna se
halla en conjunción al Sol me será invisible o, mejor, estaré mirando su cara
no iluminada (novilunio, luna nueva).
“La superficie
de la Luna … no
es de hecho lisa, uniforme y de esfericidad exactísima… sino que, por el
contrario, es desigual, escabrosa y llena de cavidades y prominencias…”¹
Por ser los
detalles de superficie mejor visibles cuando el Sol le ilumina al sesgo o de
refilón, la fase más rendidora para el observador es la de cuarto creciente. El
creciente se produce en la serie de Luna nueva a llena y por tanto es visible
en las primeras horas de la velada. El cuarto menguante es asimismo apasionante
y rico de ver, pero no somos el florentino, apasionado y tan curioso, artífice
de su artilugio (perdón Aldo y tantos otros, hablo de mí), no nos animamos en
vela hasta la madrugada para captar cada fase tardía.
¿No? Les invito
a levantarnos temprano una mañana cada mes del año, atentos a la lunación será
poco el sacrificio y al cabo habremos observado cada una de esas caras con
nuestros propios ojos.
“Excrecencias
luminosas…”¹
La observación
en las fases creciente o menguante permite estimar aquellas alturas y
cavidades, las pequeñas diferencias en el terreno son perceptibles por la
sombra o reflejo que proyectan.
La observación
de la fase llena es incómoda sin filtro lunar, a raíz de la magnitud que
presenta, la cantidad de luz reflejada, si bien cada uno de nosotros ha
disfrutado con ese círculo a 20x.
Veinte
aumentos los provee cualquier telescopio con calidad óptica suficiente como
para disfrutar de la Luna. Un refractor
Galileo de 70mm de boca y 400mm de distancia focal es perfecto para estas
vistas y su costo no es privativo. Si no tienes telescopio esta opción es
perfecta, siempre que tengas en cuenta que su montura de poco sirve. Si te
compras el 70/400 añade un trípode de fotógrafo al estipendio, o no tienes
nada. Compra unos binoculares, antes, te darán mayor provecho (lo digo de
balde, todos quieren tener su teles y
son contados con el dedo los que siguen el consejo). Los binoculares proveen de
7 a 12
aumentos sin ser caros e incómodos de usar y de todos me quedo con los 7x50, de
cualquier marca, casi.
“La parte
más luminosa de ella (la luna) representa más bien la parte sólida,
mientras que la más oscura sería el agua… nunca he dudado de que, en el globo
terrestre visto desde lejos… la superficie de la Tierra se ofrece a la vista
más luminosa y la líquida más oscura.”¹
Notable constatar
los pensamientos de Galilei. Como Da Vinci, quien imaginó su Florencia vista a
vuelo de un pájaro, Galileo pensó a la Tierra vista desde el espacio, bien que ese
interplanetario no era entonces lo que hoy, pues Galileo lo imaginó ocupado por
una atmósfera que rarificaba gradual pero no absoluta, hasta llegar a espesar
en otros astros. En los primeros escritos, asumía una atmósfera para la Luna , la cual impediría, por
su brillo y sustancia, percibir los detalles de montes y valles en el perímetro,
al cual veía regular y perfecto. El concepto de mar se afianzó en el vocablo
María pero pronto fue desechado en el sentido. Los mares son los valles y cráteres
inundados de lava ahora seca y oscura. Es este material basáltico que fluyó a
superficie en etapas tempranas, durante períodos de actividad interna y luego en el llamado bombardeo tardío. Las zonas brillantes sí, son los continentes. Su superficie
está formada por polvo y roca llamado regolito.
Estas zonas altas son llamadas terrae.
¹Galileo Galilei, Astronomicus nuncius.
²Tottle: vacilación, gateo.
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