Un
plumazo.
Buenos
días, mi nombre es Sergio y amo el cielo. Mi anhelo es que alguno o alguna de
ustedes, después de esta lectura, se inclinen hacia él, le conozca un poco más,
tenga ganas de recorrerlo, con la vista pero también con la mente y, por qué no,
con el corazón.
La
noche está plagada de luces.
Hablo
de la noche bajo cielos libres de contaminación lumínica. Son pocos estos
cielos. El hombre va dando cuenta de cada rincón oscuro. Iluminamos la noche
con luces de neón porque, es mi idea, retrocedemos como especie. Un animal que
le debe al cielo su estadía sobre la faz de la Tierra, se vuelve contra él y lo
oculta bajo falsas luces en pos de una supuesta seguridad que no llegará nunca
por este camino.
¿Por
qué digo que el hombre debe al cielo su estar acá? Porque los hombres
evolucionamos y nos apoderamos del mundo en tanto que nos creamos un modo de
interactuar con él, diverso del utilizado por el resto de animales. Nosotros construimos
un saber que evolucionó hasta hacerse ciencia; y este saber, esta ciencia que
puede con el mundo, que lo sojuzga y somete, nació con la observación minuciosa
de esos astros que otrora inundaban el sueño nocturno.
La
primera observación humana del cielo debe de haber acontecido en el momento
mismo en que los homínidos abandonaron las espesas selvas que entonces poblaban
la región centro oriental africana. Abandonamos ese edén para internarnos hacia
el naciente, balbuceantes y temerosos, en un viaje de un millón de años que
comprendió el entero mundo, y que hoy tantea en el espacio. Imaginemos por un
momento. Hablo de una especie que ha evolucionado desde las madrigueras
miserables de debajo de las raíces arbóreas, donde éramos poco menos que
comadrejas, hasta las altas copas, ya parecidos a lo que ahora vemos cada
mañana, al enjuagarnos los dientes en el espejo de casa. Hablo de una especie
que, en ese largo asenso –de la madriguera a la copa- ha incorporado, primero,
la visión nocturna, en tonos de grises, provista por los bastoncillos, tan cara
a los aficionados observadores como el que escribe, y, después –mucho después,
ya arriba de los mamá árboles- la visión binocular, para un salto preciso de
rama en rama. Este proto homínido con pelos, cola y mañas sanas, que vivió
siempre en grupo, desarrolló la visión binocular por puro accidente, porque se
trasladaba de rama en rama, porque debía elegir entre una cargada de frutos y
otra pobre. Tan solo porque esto pasó hace cinco o seis millones de años, es
que podemos hay medir la distancia a las estrellas, por paralaje. Por el mismo
truco gracias al cual, al dar un brinco, asían nuestras manos una próxima rama
horizontal y no un porrazo mayúsculo. Tan solo por esto, señoras, señores,
Aristarco midió el cielo, dedujo la distancia Tierra Sol y Tierra Luna.
Espero
no haberlos espantado. En mis charlas me gusta que las cosas estén claras. Y no
hay claridad allí donde no hay origen. El origen lo es todo. Si sé de dónde
vengo, puedo saber con certeza a dónde voy. Hoy el mundo de la ciencia ignora
muchas cosas. Entre ellas, si el Universo se expande o qué diantres hace. Si no
sabemos esto, digo, es porque no podemos aún explicarnos cuál fue el origen. Cuando
expliquemos el origen sabremos el destino. Es mi opinión.
Antes
de adentrarme en lo desconocido del viaje que el hombre ha hecho hasta lograr
lo que hoy sabemos del cielo, quisiera sin embargo dejar en claro que el hombre
se halla sobre la Tierra por pura casualidad. No hay plan. No hay
premeditación. No hay sentido, incluso, para que estemos aquí.
Veamos:
¿por qué ese proto homínido se bajó un buen día de su arbolito y se lanzó a pie
a través de cuarenta mil kilómetros para darle la vuelta al mundo, y trescientos
ochenta mil más para llegar a la Luna?*
Muy
lejos de los deseos de Nietzsche, el hombre no se hizo a sí mismo. El proto
homínido dejó los bosques porque, en realidad, estos desaparecieron. Le fueron
hurtados. En pocos cientos de miles de años, lo que había ya no estaba, y esos
bichos perniciosos se dijeron: uh, ug, uh, que en su lengua
significa: hermanos, si nos quedamos acá
seremos todos pasto de fieras, no aceptemos esta miseria de vida, rebelémonos
contra la naturaleza que nos expulsa de nuestras
casas majestuosas, altas y frescas, y lancémonos a través de los eones en busca
de nuestra tierra prometida, Ea, amigos, a no desfallecer, caminemos hacia el
naciente, ¡promesa de un mañana mejor!
Diablos,
imagino a un homínido con este poder de concisión en su plática y me ruborizo, ¡que
pobre copia soy de aquél antepasado!
De
modo que así fue, el valle de rift no era tal, era una llanura; los vientos del
océano atlántico barrían África de oeste a este y toda esa franja era poblada
por árboles, selvas; en fin, un vergel pletórico de vida. Pero la Tierra aún
está caliente, en su centro, y ese calor asciende a través de las plumas, y las
plumas crean quebraduras, y esas grietas son los rift, precisamente (lean un
librito sobre la deriva continental, allí está todo). Cuando la quebradura se dio,
una parte, la este, se alzó, y los vientos, lejos de seguir su pasó húmedo
hasta el mar oriental, descargaron desde entonces su agua contra la pared de
roca, y continuaron soplando secos. Allí nació el valle del rift, allí hay
ahora un lago. Del lado occidental evolucionaron los simios; del lado Oriental
los homínidos degeneraron en homo.
Y
esto es to- to-do a-mi-gos, tan solo una plumazo –literal- en la larga historia
de un mundo cualquiera que aún emite por convección el calor remanente en su
núcleo.
Qué
triste parece. Suena pobre. El relato de las religiones -así como el del
psicoanálisis- es más rico, más reconfortante. En ellos somos los héroes y no
un accidente de la historia. Pero a mí no me arredra la nada. Soy epicúreo –o quisiera
serlo-, soy democriteo, es decir, me basta con lo que veo y con el momento, con
disfrutar cada instante, aún este en el cual me enfrento a la vacuidad, la nada
de existir porque sí. ¿Qué valores hallo en esto? Pues, los derivados de mi
capacidad de conocer. Amo la ciencia, amo saber, comprender, crear mi
conocimiento. Por supuesto, amo también a mis compañeros y compañeras de viaje,
mis nietos, mis hijas e hijo, mis familiares, mi pareja, mis amigos, mis
alumnos, la gente que no conozco y me escribe, a veces.
Y
porque amo, la nada ni me va, ni me viene, le ignoro casi, si no fuera porque
la tomo de límite. Límite a mis ambiciones y expectativas. La nada, lejos de
desilusionarme, me infunde ánimo. Si no hubo nada y no habrá nada, ¿por qué no
valorar entonces con mayor ahínco estos momentos? ¿Cómo no darle valor a cada
persona si sé que somos todos un nada, un plumazo, como dije, en el tiempo y el
espacio infinitos? Si la nada mandara en el subconsciente humano, ¿para qué las
guerras, para qué la explotación capitalista?
Pero
este debe ser un texto de astronomía.
Vuelvo
a los astros...
Continuará.
*Aunque
no los recorrimos en línea recta -a los kilómetros terrestres y los celestes- sino
zigzagueando por valles y desiertos, por delgados istmos y por heladas tundras,
por los mares y los suelos, de modo que fueron millones de kilómetros sobre la
tierra –en el espacio, los viajes en línea recta son imposibles, hay que seguir
orbitales: el módulo Columba que llevó al hombre a nuestro satélite recorrió
algo más que 500.000 km.
No hay comentarios:
Publicar un comentario