El Cielo.
Buenas tardes, mi nombre es Sergio y amo el cielo. Mi anhelo
es que alguno o alguna de ustedes, después de esta lectura, se inclinen hacia
él, le conozca un poco más, tenga ganas de recorrerlo, con la vista pero
también con la mente y, por qué no, con el corazón.
La observación del cielo puede ser simple contemplación, hay
en ello suficiente gozo y retribución, ver conjunciones planetarias, ver arco
iris, ver las manchas de la Vía Láctea, blancas por definición, pero también
oscuras, negras como el corazón de las tinieblas, origen de diversas figuras
celestes entre nuestros antepasados suramericanos, tanto más perceptivos que
los nórdicos (los pueblos del norte solo crearon constelaciones, es decir,
figuras con estrellas).
Los pueblos euroasiáticos tuvieron cosmogonías diversas, por
supuesto, pero como antes de conocernos unos absorbieron a otros, ese origen
múltiple fue pobre acervo del cual nos nutrimos, un menjunje en el cual
sobreviven nombres como Alnilam y Betelheuse* -propios de una doncella que
habitaba el cielo- para definir estrellas de la constelación Orión, pelafustán
nacido de una pishada.
Con la colonización y el genocidio, heredamos las leyendas
del norte. Una simbología basada en guerra y sexo llegó a nosotros con carácter
de cultura: Orión; el León batido por Hércules; los Gemelos; cada una de las
doce casas del Zoodíaco refiere a una aventura griega, a una leyenda, a un
saber homologado por el poder, tal es la labor de todo relato: perpetuar una
forma de pensar, de sentir el mundo. Pensemos que en aquellos años la cultura
se masificaba por medio de poesías y su representación primera fue el cielo. En
américa sucedió lo mismo, el cielo como pizarra inmensa donde los viejos de la
tribu contaban historias a los niños por las noches, junto al fuego. Nada hay
más fuerte que un relato. El relato unifica como pueblo, como familia, como
ser. Por ello hay una historia nacional, escrita por Mitre para los argentinos,
por ejemplo. Por ello hay un relato sobre los abuelos en cada familia: el
abuelo esto, la abuela lo otro. Por ello hay psicoanálisis, el discurso de Freud,
célibe hasta los treinta y pico y que sin embargo, cual si fuese un erudito en
el tema, nos dice: todo es pulsión, energía sexual reprimida…
En fin, debo hablar del cielo, de ese río que en las noches
de invierno lo cruza todo, pero la mente siempre se me va por otros caminos, otros
ríos, arroyuelos, en realidad; tal vez cunetas...
La Vía Láctea, el camino blanco, el camino de leche, leche
del seno de Hera, a quién le arrebataron al hijo cuando este mamaba y la leche
presurosa siguió surgiendo y surcó el cielo, y desde entonces allí está, una
zanja, una nube, un trazo que lento, muy lento gira sobre nosotros.
Pero… ¿de qué hablo? ¿Cuántos de nosotros hemos visto ese
río?
Los americanos creían que por lo que llamamos Vía Láctea -el
Río del cielo- ascendían las almas de los muertos. Porque para ellos cada
estrella es el alma de un ser querido que ha ascendido al cielo, y desde allá
nos mira, nos ilumina, nos sirve de guía.
Las leyendas americanas, qué distintas de las euroasiáticas.
Miremos un poco la noche, próximo a la navidad podemos ver a Orión, las tres
marías… los tres reyes magos decía mi padre quién me mantuvo ajeno a las
licencias cristianas. Orión es esta figura, formada por cuatro grandes
estrellas: Rigel, una azul gigante, un sol magnífico, ya hablaremos de ella;
Saiph; Bellatrix y Betelheuse.
La gran Betelgeuse, una gigante roja, un sol miles de veces
más grande que el nuestro. A punto de estallar. A punto de reventar como
confeti esta noche, como dice Aute. Esas cuatro estrellas enmarcan la figura de
Orión. Rigel es un pie, Saiph el otro. Betelgeuse es un hombro, junto a
Bellatrix. En la cintura brillan -del oriente al oeste- Alnitak, Alnilam,
Mintaka, y pende del cinto la espada del guerrero, la espada o el puñal, como
le dicen. Una abuela me corrigió, una vez, durante una charla y frente a
cincuenta personas, no mienta, me
dijo, eso que cuelga no es la espada…
Tendría setenta años, sonreía, era una mujer feliz. Parece que el cielo sacara
de nosotros lo mejor, lo más puro. Hay algo místico en la observación del
cielo. Bueno, no para esa abuela…
Orión es un guerrero, un hombre soberbio que está allá arriba
por su torpeza o tozudez. Resulta que el tipo era un gigante y se preciaba de
poder matar cualquier animal. Esto es un pecado. No se mata cualquier animal.
Los pueblos originarios solo mataban crías y animales viejos. Los animales
adultos deben reproducirse, estos son intocables para cualquier cultura seria.
Orión se aparecía hoy con un oso, mañana con un tigre, el tipo era un zarpado. Un
día, la diosa de la naturaleza le dijo, Orión, cortala, no me matés cualquier
bicho, sabés que hay reglas y las reglas están para ser cumplidas, aunque seas
un semidiós. Recordemos que orión era hijo de un dios, mortal. Como Hércules, o
Aquiles. La cosa es que don Orión siguió con sus transgresiones. De modo que la
diosa le dijo, Orión, un día, un animal te cobrará todas estas deudas… Amenaza
que nuestro Héroe desestimó, por supuesto. Entonces, la Vaga se mandó la
desierto y de debajo de una roca se trajo un minúsculo escorpión. Con enjundia
lo zampó entre las pieles de la yacija del Gigante.
Cuando este, cansado de
liquidar bestias, se tendió a descansar, el artrópodo le clavó su aguijón (las
estrellas del final de la cola de Escorpio se llaman: Shaula, erguida; Lesath,
aguijón). Orión se paró de un salto, tiró las cobijas, vio al miserable y lo
aplastó de un sonoro chinelazo, poco después cayó exánime. Zeus, al ver a ambos
seres caídos, se apiadó de ellos y los colocó en el cielo. Esta es una de las
muchas historias que narran las desventuras de ese muchacho.
Sin embargo, los amerindios… ellos tuvieron y tienen otra
cosmovisión. Ellos ven en las cuatro estrellas (Rigel, Saiph, Bellatrix,
Betelheuse) un telar tendido en el cielo, en el cual está siendo tejido un
poncho que abrigue a los hombros durante el próximo invierno.
¿Qué les parece? Los dioses tejen un poncho para saldar
cuitas de los hombres… toda una enseñanza, creo yo. Toda una filosofía. Los
dioses no existen para martirizarnos, como es el caso del cristianismo, y ni
hablar de Jehová; los dioses cuidan de sus hombres, se preocupan por ellos. Con
otras constelaciones, es lo mismo, vean sino la leyenda del Toro Griego y su
anverso amerindio. Vean la leyenda de Crux… nuestra propia diatriba contra la
soberbia.
La única constelación que se basa en una idea afin es la de
Gemini, los gemelos. Para los griegos refiere la suerte de dos hermanos, Castor
y Pollux, los Dioscuros, soberbios, agresivos, apasionados. Están allí por
haber engañado a un Rey, y por amarse por sobre todas las cosas. Para los
amerindios esa constelación es Yunta Puma, dos pumas que saltan para devorar la
Luna.
*Alnilam
alude a un cintillo de perlas que ciñe la cintura de la doncella, Beteheuse es la mano de la princesa.
Continúa.
Sergio
Galarza.
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