Bajo el amistoso silencio de la
Luna
La otra noche pasé a ver a mis
nietos. Aquiles ahíto hipaba y sonreía en brazos de su madre; de modo que Leónidas
y yo sobrábamos en el cuadro. Por eso pedimos permiso y nos calzamos, nos
pusimos una remerita y ¡afuera¡ a dar unas vueltas bajo la noche cerrada del
lunes, en la cual solo asomaban tres estrellas, una Luna y la dicha infinita de
andar con él, mi hermoso gigante griego.
Antes de salir, así como suelo
correr a tomar un libro por no sentirme desnudo entre la gente, Leónidas fue a
por su Jaguar negro, uno de sus autitos preferidos. Lo alcé sobre mis hombros,
porque también soy un inmenso bloque de carne y músculos, y grasa -esto solo
yo, desde hace unos 20 años. Salimos a la noche oscura en los lindes del pueblo
y tomamos hacia el campo mismo, por la calle última. Brillaba alta Achernar y
la mostré y nombré bien claro, Achernar
dijo mi compañero. Entonces, le traduje: El
final del río. Luego Canopus, el navegante; y Sirio, el perro. El último
astro del que hablamos fue Luna, en cuarto creciente, es decir con forma de C
su cara, inclinada la panza hacia el oeste, claro, que no como a veces le vemos
en los malos libros de escuela, copiados del norte. Nombró Leónidas a Canopus y
le conté que hay quien dice que este nombre recuerda a un marino, el famoso
timonel de la Argos, nave que portó a los griegos en pos del vellocino de oro.
Le pregunté luego si recordaba a Sirio, porque harto hemos hablado de él
durante el verano pasado. Sí, me
dijo, Shirio. Al fin llevé su
atención sobre la Sonrisa del cielo y por hacerle ver bien pronto un fenómeno
divertido, dije,
¿Viste,
Leónidas, cómo nos sigue la Luna …?
Miró él con mucho cuidado pues no
es niño de llevarse por palabras sueltas.
Caminábamos bajo la noche, él
arriba de mis hombros felices y yo abajo; mirábamos la luna y ella nos miraba.
Sí, en efecto, parecía seguirnos. Fue entonces que dijo:
¿Nos
sigue la Luna?
Sí,
asentí, y él:
¿No
quiere estar sola?
Me quedé pensando, maravillado,
en lo mucho que guarda el alma de un niño.
Ah, si pudiéramos tan solo cuidar
ese tesoro, no enseñarles nuestras miserias, no enseñarles nuestros odios y
nuestros desprecios.
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