El observador astronómico
El cielo tiene
mucho para decirnos y mucho para mostrar. Quien conoce las estrellas sabe en
qué época del año se halla, qué estación transcurre, qué sitio sobre la Tierra
ocupa y qué hora de la noche o del día invierte en admirar esos objetos, tan
bellos.
Objetos celestes
que las leyes de la física han puesto allí, circunstancialmente en ese lugar y
en ese tiempo, el de ellos, que solo a través de la distancia llega a ser el
nuestro.
Porque mirar
el cielo es mirar el pasado.
Cuando sientes
el sol sobre tu piel, recibes fotones emitidos ocho minutos atrás; si miras
Alfa Centauro, ves una luz que ha viajado cuatro años para alcanzarnos, y, si
miras la galaxia del Sombrero, con su doble panza, difusa de estrellas, ves una
luz emitida hace diez millones de años, cuando no había homínidos sobre la
Tierra.
Esta es solo
una arista de la magia que nos rodea cuando damos en observar el cielo. Hay
otras, desde la simple belleza hasta la compleja razón que justifica un color,
una fase, un brillo minúsculo opacado por la distancia o el polvo que en la
oscura noche nos rodea.
El hombre y la
mujer observaron el cielo como se ve a un hijo crecer, a un abuelo andar. Pero
hoy las luces de las ciudades nos ocultan las estrellas, ya no es común que
sepamos el nombre, siquiera de las más brillantes, no es común que reconozcamos
las constelaciones, que distingamos un planeta de una estrella, y, si acontece
un eclipse, ay, lo miramos por la pantalla del tele.
Este escrito
quiere sacudirte y sacarte a la noche, a ver las estrellas aunque tengas que
moverte, ir lejos de tu ciudad, bien vale la pena. Me refiero a observar la
noche pero también a observar el día con otros ojos. La Luna es perfectamente
visible durante las horas de luz, tanto en las tardecitas con su fase creciente
como en las mañanas, en el menguante. Y el sol… al sol no es posible mirarlo en
forma directa, salvo en los ocasos, enrojecido, mermado por nuestra atmósfera,
pero podemos hacer astronomía si prestamos atención al largo de las sombras, al
ángulo que estas forman con el piso que andamos.
Ese ángulo
también nos habla. Si es pequeño, pues el sol está bajo, es invierno; si es
amplio y el astro nos quema la cabeza, verano. Amo los días intermedios, los
cercanos a los equinoccios de setiembre y de marzo, cuando da gusto tenderse al
sol en la tarde…
Para comenzar
el camino del Observador astronómico basta con los ojos. Con esos dos prodigios
hicimos astronomía durante unos veinte mil años.
Sí. Las cuevas
de Lascaux tienen pintados en sus techos un almanaque fabuloso: siete toros,
siete constelaciones nórdicas: el septentrión, un calendario, un modo preciso
de saber cuánto falta para las nieves, cuánto para las pariciones. Esos hombres
y mujeres interpretaron nuestro cielo. Un parpadeo más y Aristarco estimó las
distancias relativas a la Luna y al Sol; Hiparco, la precesión de los
equinoccios; Eratóstenes el tamaño del mundo. Poco después, Tycho determinó la
posición de los astros con la precisión suficiente para que Kepler dedujera las
leyes del movimiento planetario. Todo esto supimos con los ojos. Vaya, si es
mucho.
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