Casi un año,
ya.
Diciembre suele ser un mes complicado. La fiesta de
Navidad trae alegría a las familias en las que hay niños pues se suele festejar
con regalos y comilonas. El treinta y uno y primero de año, sin embargo, son
fechas difíciles. Si olvidamos que muchos parientes discuten encendidos como fuegos
de artificio, una ausencia reciente y querida suele teñir de absurdo el mandato
festivo del calendario.
Esta última palabra nos deja con la astronomía. Suena
lógico que no siempre supimos contar los días para recordar un hecho o prever
otros, tales como la llegada de una estación hostil o favorable, porque los
hombres y mujeres no nacimos con el tiempo, sino que él nació de nosotros y,
puestos a medirlo, buscamos en la naturaleza relojes cada vez más exactos.
El primero fue la Luna , aún hay calendarios que se basan en ella
para medir el año. Estos tienen una equivalencia curiosa con un hecho
trascendente: la gestación, las nueve lunas. De igual modo perduran en el
almanaque las cuatro semanas del mes como espejo de las fases lunares: nueva,
creciente, llena y menguante.
Sin embargo, el concepto del año es hijo del Sol. Es
el periodo en que el astro retorna a un punto cualquiera sobre el fondo del
cielo. En la antigüedad –en Egipto- se medía ese periodo en función de la
estrella Sirio. El ciclo comenzaba con las crecidas del río Nilo, las cuales
garantizaban las cosechas. Los astrónomos instituyeron un año de tres meses:
Crecida, Siembra y Recolección. El mismo contaba 365 días y cada cuatro años
sumaban un día para corregir lo impreciso de dicha medida.
Cada pueblo de agricultores desarrolló sus
calendarios, unos más exactos que otros en función de su intelecto o necedad.
Es proverbial la exactitud de los calendarios maya y azteca, pero quisiera
salirme del tema para cerrar.
Hay un poema en que se habla de un gato que vive fuera
del tiempo. En efecto, los animales viven un presente eterno pues desconocen la
muerte y no necesitan recordar para saber: les basta con el instinto. Por el
contrario, los hombres somos animales que intuimos la muerte y quizá para
afirmarnos ante ella es que recordamos. Es decir, vivimos en el tiempo.
Los hombres inventaron el tiempo para saber cuánto han vivido o les resta por
vivir, dice uno de los mejores libros que he leído*.
En la película Fantasía un Ratón inventa un ejército
de escobas para que lo alivie en su trabajo. Pronto, la invención se vuelve
contra él, lo angustia, lo atrapa y poco falta para que lo ahogue en un río.
La metáfora es perfecta: inventamos el tiempo para que
nos ayude a recordar y prever hechos útiles a la especie. En base a esta
herramienta nos convertimos en una sociedad que ha dominado el mundo, aunque el
río del tiempo nos ahogue.
Así visto, el tiempo sería esa naturaleza que puja hacia
delante y deforma lo que fuimos, roba lo que amamos y nos aleja para siempre del
origen. Somos muñecos de arena alzados en la playa, a la espera de la ola que
nos borre.
Pero esto pienso a veces, cuando me siento viejo.
Porque el tiempo también nos trae las personas preciosas y queridas del futuro.
El tiempo nos forma y modela y, si sabemos aceptarlo, recibimos su fruto.
En el largo río en que nado ya dejé atrás a mi padre y
a muy buenos amigos, pero surfeo hoy bajo el sol hermoso de diciembre con amigos
nuevos, con mis hijos queridos y -casi un año, ya- con mi nieto Leónidas.
Feliz año.
*Martín Fierro.
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