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domingo, 7 de mayo de 2017

El peón ausente.

El peón ausente.

Soy el portero más viejo del colegio.

No siempre hago lo que debiera. Me canso muy rápido, últimamente. Dejo a los jóvenes las tareas más duras, como baldear los pisos o acomodar los bancos para los actos y las reuniones. Me encargo de la cocina, hago mandados durante los que camino despacio y me ocupo bastante de la biblioteca. Siempre que puedo me escapo, a guardar los libros, a ordenar las sillas, a repasar los muebles. El director dice que lo único que brilla en esta escuela es esta estancia… y mi ausencia en el resto de la escuela.

Si mi vida hubiera sido distinta, hubiera querido estudiar, ser maestro o profesor. Poder leer y disfrutar tranquilo de todos estos libros. Casi no hay tema que no me interese. A veces escucho a una profe dar su clase y me digo, Uy, cómo me hubiera gustado ser profe de geografía… otras veces digo, Uy, cómo me gusta la filosofía… Pero de todos estos libros que leo, me quedo con los de ajedrez. No sé qué tiene el ajedrez pero siempre me gustó. Lo raro es que aunque me entusiasmara nunca lo haya jugado. Apenas si aprendí los movimientos, los lances que figuran en esos manuales de Capablanca, Panov y Grau.

Antes, hace unos años, en el colegio se hacían torneos. Los chicos participaban de unos encuentros en los cuales varones y mujeres batallaban por trofeos de plástico que parecían importantes. Las horas de clase que habrán dejado de lado por comerse unas piezas…

Siempre vi con envidia que los muchachos jugaran con las chicas con soltura. En mis años mozos, varones y mujeres no teníamos mayor trato. Cuando uno se acercaba a una chica era porque esta le gustaba y eso hacía cada situación un poco difícil… Esto me trae a la memoria lo que dijo un chico una noche en que perdió con una jovencita: Perdí por ser atento con una mujer… dijo. Qué ocurrencia.

Esos torneos surgieron como propuesta del centro de estudiantes. Cuando volvió la democracia muchos pibes –y grandes- creyeron que esta sería para siempre. Se hacían congresos y charlas y creían que había que recuperar y mantener la memoria. El Nunca Más. Pero la historia es un círculo, el décimo círculo del infierno, eso es la historia.

Los torneos de ajedrez eran fabulosos. Daba gusto verlos callados de una vez por todas, concentrados en la suerte de esas maderitas negras y marrones que de tanto en tanto se movían un cuadro o poco más. Pero una noche pasó lo que pasó. Y todo terminó.

Hoy nadie juega.

A veces, cuando ya todos se han ido del colegio, por recordar esos encuentros armo los tableros sobre las mesas y acomodo las piezas que quedan en sus lugares. Miro las sillas vacías, las piezas quietas, las casillas que denotan las ausencias de un peón o una torre…

Si se inventara la máquina de Morel habría que filmar los torneos. Eternamente veríamos a Kasparov barrer a sus contrincantes. Eternamente veríamos a nuestros chicos y chicas reír y jugar sus partidas, apartarse con un mohín el pelo largo de la cara, morder un chicle, sorber un mate, anunciar con algarabía su fugaz triunfo.

Los tableros quedan armados en la oscuridad y cuando vienen los porteros de la mañana tienen que guardarlos antes de las ocho. Sé que reniegan por eso pero no me importa, mi edad me aparta de muchos dolores. Cuando uno envejece se aleja de las cosas y al mirar atrás solo repara en lo que de verdad pesa. Es como cuando se evalúa una posición, lo vemos todo pero solo reparamos en lo que creemos importante: una diagonal, una pieza centralizada, un peón desaparecido.

Sergio Galarza

Docente.

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