¡No me hablen del átomo,
esta es
una clase de física!
Por increíble que les parezca, escuché esta arenga desde la
puerta entreabierta de una clase en un colegio secundario. El docente, sin
solución de continuidad -como decía mi abuela María-, y como para explicar su postura,
acotó:
“Al átomo lo tratan en físico-química; esto es clase de
física; acá hablamos de velocidades, de tiempos, de espacios…”
No estaba fisgoneando cuando escuché tamaño dislate del orador.
Había acudido a ofrecer una clase de astronomía y me dirigía en busca del
director por un pasillo central cuando escuché el título de esta nota. Se imaginarán
ustedes, pacientes y queridas lectoras / lectores de estos temas de… ¿astronomía,
física, acaso físico-química? el modo en que me detuve, patitieso. Hubiera
querido ver la expresión de mi cara, casi tanto como la cara de un buen amigo
que me socorriera, entonces. No hubo tal a mi lado. Sólo, debí capear el
momento. Pero helado estaba y allí me quedé, sin poder mover un pie. Solo mi
cabeza, vuelta hacia la abertura que cedía la puerta, me permitió ver el interior
del salón.
Si pude ver al docente lo olvidé, como se olvidan los malos
momentos cuando somos felices. Recuerdo, sí, a los y las jóvenes sentadas al
azar –o bajo el secreto orden de los clanes, que solo podría conocer si fuera parte
de ellos. Ninguno miraba al frente, hacia el maestro. Todos se aplicaban a
algo: leían, unos; escribían, otros; muchos escuchaban radio a través de sus
celulares con audífonos; charlaban entre sí los menos.
Pensé, dios mío, cuánto quisiera que me preguntaran más por
el átomo, esa ambivalencia inventada por los griegos a base de simples
deducciones lógicas (acaso la mejor defensa en favor de los átomos se encuentra
en el cuento el Libro de Arena, de Borges, donde se especula y teme dar a las
llamas a un libro de infinitas hojas –es decir, de continua materia (las hojas)
siempre divisibles en una parte más- ¡cuyo
arder bien podría incinerar al mundo!); los átomos, decía, despreciados y
erradicados del pensar antiguo por tipos de la calaña de Platón, quien mandó
quemar cuanto libro se hallara de Demócrito; los átomos, digo, creados en el siglo
IV AC y despreciados por Aristóteles, el “Filósofo”, como lo llamaban, quien
asentó por un milenio esa tontería de los cuatro elementos, más el empíreo y la
materia sutil, el éter, que bien duró hasta entrados los años 20 del siglo pasado.
Pensé, cuánto me gusta
hablar sobre el átomo, sobre los
diversos conceptos que le dieron consistencia, sobre los genios que pudieron
acotarlo; sobre aquellos que le dieron forma, peso, densidad, carga y varias
propiedades más, las cuales ignoro. Y los otros genios, los que, por avanzar,
retrocedieron, y nos dieron otra vez un mundo sin partículas ni certezas, sino
poblado de ondas y azar.
¿Será parte de mi estupidez que me atraen las aulas aitas de
gentes, ávidas por saber, como compruebo cada vez que puedo, cuando comparto
una charla o taller -gratuito y abierto- en cualquier lado?
¿Será mi estolidez la que me hace amar cada pregunta como una
oportunidad invaluable de hablar sobre ciencia, saberes, filosofías, conceptos,
posibilidades?
Sé que hay en mí una impaciencia que nace en mi
creencia acerca de que me esfuerzo en hacer bien las cosas, que trato de atraer
gentes hacia las ciencias, en especial hacia la astronomía –y no es así, son
infinitos mis errores.
Si envidio a los colegas docentes y a los estudiados
profesionales es porque están allí, viven entre las paredes de un colegio,
entre esas mentes sanas, jóvenes, capaces de comprenderlo todo, en especial aquello
que a mí se me escapa.
En Santa fe la escuela va bastante bien, creo. Modifica sus
taras y lastres de a poco. Pero persisten docentes como este, capaces de hacer
que un alumno acalle sus urgencias, sus curiosidades, su intelectualidad acerca
del mundo.
Por último, espero poder encontrar al Sarmiento de marras y
recordarle que, antes que nada -antes que nada y desde los libros de Epicuro-,
bien sabemos que, si algo posee un átomo, es movimiento, espacio y tiempo.
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