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viernes, 22 de diciembre de 2017

El observador astronómico

El observador astronómico


El cielo tiene mucho para decirnos y mucho para mostrar. Quien conoce las estrellas sabe en qué época del año se halla, qué estación transcurre, qué sitio sobre la Tierra ocupa y qué hora de la noche o del día invierte en admirar esos objetos, tan bellos.

Objetos celestes que las leyes de la física han puesto allí, circunstancialmente en ese lugar y en ese tiempo, el de ellos, que solo a través de la distancia llega a ser el nuestro.

Porque mirar el cielo es mirar el pasado.

Cuando sientes el sol sobre tu piel, recibes fotones emitidos ocho minutos atrás; si miras Alfa Centauro, ves una luz que ha viajado cuatro años para alcanzarnos, y, si miras la galaxia del Sombrero, con su doble panza, difusa de estrellas, ves una luz emitida hace diez millones de años, cuando no había homínidos sobre la Tierra.

Esta es solo una arista de la magia que nos rodea cuando damos en observar el cielo. Hay otras, desde la simple belleza hasta la compleja razón que justifica un color, una fase, un brillo minúsculo opacado por la distancia o el polvo que en la oscura noche nos rodea.

El hombre y la mujer observaron el cielo como se ve a un hijo crecer, a un abuelo andar. Pero hoy las luces de las ciudades nos ocultan las estrellas, ya no es común que sepamos el nombre, siquiera de las más brillantes, no es común que reconozcamos las constelaciones, que distingamos un planeta de una estrella, y, si acontece un eclipse, ay, lo miramos por la pantalla del tele.

Este escrito quiere sacudirte y sacarte a la noche, a ver las estrellas aunque tengas que moverte, ir lejos de tu ciudad, bien vale la pena. Me refiero a observar la noche pero también a observar el día con otros ojos. La Luna es perfectamente visible durante las horas de luz, tanto en las tardecitas con su fase creciente como en las mañanas, en el menguante. Y el sol… al sol no es posible mirarlo en forma directa, salvo en los ocasos, enrojecido, mermado por nuestra atmósfera, pero podemos hacer astronomía si prestamos atención al largo de las sombras, al ángulo que estas forman con el piso que andamos.

Ese ángulo también nos habla. Si es pequeño, pues el sol está bajo, es invierno; si es amplio y el astro nos quema la cabeza, verano. Amo los días intermedios, los cercanos a los equinoccios de setiembre y de marzo, cuando da gusto tenderse al sol en la tarde…



Para comenzar el camino del Observador astronómico basta con los ojos. Con esos dos prodigios hicimos astronomía durante unos veinte mil años.


Sí. Las cuevas de Lascaux tienen pintados en sus techos un almanaque fabuloso: siete toros, siete constelaciones nórdicas: el septentrión, un calendario, un modo preciso de saber cuánto falta para las nieves, cuánto para las pariciones. Esos hombres y mujeres interpretaron nuestro cielo. Un parpadeo más y Aristarco estimó las distancias relativas a la Luna y al Sol; Hiparco, la precesión de los equinoccios; Eratóstenes el tamaño del mundo. Poco después, Tycho determinó la posición de los astros con la precisión suficiente para que Kepler dedujera las leyes del movimiento planetario. Todo esto supimos con los ojos. Vaya, si es mucho.


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